Afganistán e Irán: historias comunes, desenlaces opuestos

*Por Pablo Jaruf.

Los acontecimientos recientes sucedidos en Afganistán platean un reordenamiento de la geopolítica global, pero sobre todo regional, donde tanto Irán como Pakistán figuran entre los principales beneficiados, aunque de distinta manera, posición que sin embargo deberán capitalizar. En lo inmediato, Pakistán, potencia atómica de la región, quizás aproveche para ampliar su esfera de influencia entre los pastunes, consolidando a su vez los lazos con China, gigante asiático que, de avanzar en los proyectos de infraestructura, se asegurará un paso al Mar Arábigo. Por supuesto, todo esto depende de cierta estabilidad interna en Afganistán, lo que no parece que suceda pronto. Irán, por su parte, aliado histórico de los hazara, quizás aproveche también para ampliar su influencia en Afganistán, donde las últimas décadas ha intervenido, aunque de manera solapada, primero, para apoyar las fuerzas anti-talibanes y, segundo, para esmerilar la consolidación de la ocupación estadounidense.

Mapa de Irán y Afganistán (imagen: The Iran Primer)

Más allá de estos reordenamientos y las posibles escenarios futuros, en esta nota nos gustaría hacer un breve repaso de la historia de Afganistán y de Irán, países que, desde nuestro punto de vista, compartían varios aspectos en común a comienzos del siglo XX, pero que, poco a poco, sus caminos fueron separándose, derivando uno en la destrucción del estado, Afganistán, y otro, en su consolidación y fortalecimiento, Irán.

Ambas regiones comparten una historia milenaria, aunque con particularidades propias, donde destaca la herencia persa y la turca-mongola. Paso obligado para comunicar por tierra el Mediterráneo, India y Asia Oriental, se trata de una extensa meseta, con importantes estribaciones, donde siempre habitaron una gran multiplicidad de grupos humanos, de distinto origen, lengua y religión. Si bien, desde el siglo VII predomina el islam, existe una importante presencia de ramas minoritarias, particularmente el chiismo, el cual a su vez se divide en distintos grupos.

Poblaciones musulmanas: sunnitas (celeste), chiitas (rojo) e ibadíes (violeta) (imagen: Pinterest)

Nunca fue fácil consolidar el dominio sobre tan amplia y heterogénea región, pero a comienzos del siglo XX se establecieron dos monarquías, ambas con el título persa de shah, quienes se enfrentaron al desafío de modernizar sus respectivos estados, esto último en el contexto internacional, primero, del imperialismo y, segundo, de la Guerra Fría. Las dos también tuvieron como objetivo moderar los impulsos revolucionarios que habían tenido lugar en las primeras dos décadas del siglo, al calor tanto de las revoluciones nacionalistas como de la soviética. Ante tales procesos de intensa movilización y reclamos de reformas políticas, las nuevas monarquías intentaron armonizar los intereses de las nuevas clases emergentes, urbanas y vinculadas al mundo occidental, con los de la mayoría de la población, todavía campesina, analfabeta y casi reactiva a cualquier modificación que viniera impuesta desde arriba. Esta posición iba a provocar que, poco a poco, ambas monarquías comiencen a alejarse, tanto de un sector como del otro, y que sus gobiernos, ante los reclamos y las protestas, adquieran una dinámica altamente represiva.

Mohammed Zahir Shah, rey de Afganistán entre 1933 y 1973, junto a Hamid Karzai, presidente de Afganistán entre 2004 y 2014 (imagen: Vanitas)

En el caso de Afganistán, luego del fracaso de las políticas del emir Habibullah Khan, tomó el poder una rama colateral de su familia, más moderada, que gobernó el país hasta 1978. Primero, cultivaron una diplomacia neutral, lo que les permitió evitar tomar partido en la Segunda Guerra Mundial. Segundo, comenzaron lentamente a realizar reformas, tímidas en el campo económico, permitiendo la formación de partidos políticos, formando un ejército nacional y promoviendo la educación, particularmente la de nivel superior. Pero el grueso de estas novedades se concentraban en Kabul y sus inmediaciones, provocando una fuerte escisión con el resto del país. A su vez, las demandas de estas nuevas generaciones no encontraron satisfacción por fuera de las reducidas ofertas laborales del estado, cuyas arcas comenzaban a depender cada vez más del financiamiento externo, lo que obligaba a las autoridades a tomar posición durante la Guerra Fría, más cuando en sus fronteras septentrionales se ubicaba la URSS. Poco a poco, los partidos políticos comenzaron a oponerse al poder de la monarquía, destacando en primer lugar el Partido Comunista y distintas agrupaciones islamistas.

Mohammad Mosaddegh, primer ministro de Irán entre 1951 y 1953 (imagen: The Conversation)

El caso de Irán es ligeramente distinto, pues durante la monarquía de Reza Kahn (1925-1941), comenzó la explotación de petróleo, lo que le permitió contar con mayores recursos para impulsar la modernización del país. No obstante, esta riqueza implicó una fuerte injerencia de las potencias mundiales del momento en su política interna. El punto más grave llegó con la Segunda Guerra Mundial, cuando el país fue ocupado, al norte, por los soviéticos, y al sur, por los británicos. Esta experiencia demandaba reafirmar la soberanía, donde una clase media, más numerosa que la de Afganistán, logró colocar en el poder a Mohammad Mosaddegh quien, entre otras medidas, nacionalizó el petróleo. Esto decisión afectó los intereses estadounidenses en la región, quienes entonces apoyaron la destitución del primer ministro y el fortalecimiento del régimen del Shah Mohamed Reza Pahlevi. Desde entonces, en estrecha alianza con el mundo occidental, se llevó adelante un intenso proceso de modernización, conocida como la Revolución Blanca, que si bien obtuvo avances notables, significó un aumento de la desigualdad social y un cambio rotundo en las formas de vida tradicionales de muchos habitantes del interior del país. El descontento, como en el caso de Afganistán, se canalizó a través de los movimientos de izquierda y los islamistas, aunque con una fuerte presencia de estos últimos, favorecida por la vieja y amplia estructura del chiismo, que ofrecía una base organizativa nacional sin paralelos en las otras fuerzas opositoras.

Mohamed Reza Pahlevi y Richard Nixon (imagen: Wikimedia Commons)

La década de los setenta fue bastante convulsionada en ambos países. En Afganistán, en 1973 se abolió la monarquía y se fundó la república, pero este cambio se pronunció cinco años después, cuando los comunistas toman el poder y fundaron una república democrática. Sin embargo, los conflictos entre las ramas más radicales y moderadas del comunismo, sumada a la oposición de los grupos islamistas, obligó a la intervención soviética en 1979, desatando así una guerra que duró hasta 1992. Es bastante probable que los soviéticos hubieran logrado consolidar rápidamente el poder de esta república democrática, pero los islamistas recibieron un fuerte apoyo de EE. UU. y sus aliados occidentales, entrenando y armando a los muyahidines, quienes desde entonces se han convertido "de facto" en señores de la guerra, por un lado, debilitando la unidad del estado afgano y, por otro, fragmentando el país en pequeños dominios donde ahora prima la ley del más fuerte. Desde 1992 ningún gobierno ha logrado hacer pie, lo que impide que ningún plan de modernización pueda llevarse a la práctica.

Muro con la imagen de Hafizullah Amín, presidente de la República Democrática de Afganistán entre 1978 y 1979 (imagen: The Diplomat)

En Irán sucedió algo parecido. El descontento de la población y la represión de las fuerzas de seguridad eran aún mayores, estallando una revolución en 1979 que tendía como líder al exiliado Ruhollah Jomeini, prestigioso ayatollah del islam chiita duodecimano. Si bien los grupos de izquierda también habían sido una pieza clave en este proceso, rápidamente se vieron eclipsados por el componente religioso de la revolución, siendo posteriormente desplazados de la toma de decisiones. En este caso, por tanto, fueron los islamistas quienes se impusieron sobre los sectores de izquierda. La debilidad de estos últimos y los acontecimientos de Afganistán favorecieron que ni los soviéticos ni los estadounidenses intervinieran de manera directa en Irán, aunque el líder iraquí Saddam Hussein le declaró una guerra que duró hasta 1988. El sangriento enfrentamiento, que se llevó la vida de cientos de miles de personas, sirvió para consolidar el poder de la reciente revolución islámica y desde principios de los noventa no ha dejado de fortalecerse el estado, tanto en lo militar como en lo económico. Por supuesto, el punto de partida en los setenta y el drama de los ochenta hace que este proceso sea lento y con altibajos, pero en nada se puede comparar con Afganistán, donde ni siquiera existe un ejército nacional.

Guerra entre Irán e Irak, 1980-1988 (imagen: Pars Today)

Por supuesto, es imposible saber qué sucederá en el futuro, pero el camino de ambos países se ha distanciado tanto, por lo que, quizás, la comparación esbozada aquí ya no tenga sentido un siglo delante. Irán es una potencia regional, contrapeso de Arabia Saudita y las demás monarquías árabes del Golfo Pérsico, todas exportadores de petróleo y de gas natural, energías clave en la industria y el comercio actual. Afganistán, por su parte, cuenta con enormes reservas de litio y de tierras raras, por lo que todavía tiene todo su futuro por delante. Resta saber si estos recursos serán explotados y aprovechados por las poblaciones locales o serán esquilmados por las potencias de turno. De esto último dependerá la suerte de los afganos el día de mañana.

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