Pasado y esperanza: crítica de la película "La colina de las amapolas" (2011)

*Por Pablo Jaruf

El 16 de julio se cumplieron diez años del estreno de la película japonesa de animación La colina de las amapolas. La misma estaba ambientada en los meses previos a la realización de los Juegos Olímpicos de Tokyo 1964, ciudad que vuelve a ser sede de los mismos desde este viernes 23 (temática de una reciente nota en nuestro blog). Con motivo de ambos acontecimientos, nos pareció una muy buena oportunidad para compartir nuestra crítica sobre este filme del reconocido y premiado Studio Ghibli.

La película fue dirigida por Goro Miyazaki, hijo de Hayao Miyazaki, el fundador del afamado estudio, entre cuyas citas cuenta con éxitos tales como Mi vecino Totoro (1988), El viaje de Chihiro (2001), Ponyo en el acantilado (2008), entre otros. A diferencia de estas últimas, La colina de las amapolas no es una película de fantasía. Al contrario, se trata de la historia de una chica, Umi Matsuzaki, quien perdió a su padre en la Guerra de Corea (1950-1953) y tiene a su madre estudiando y trabajando en Estados Unidos de América, razón por la cual se encuentra a cargo de su familia, lo que no le impide continuar estudiando los últimos años de escuela en el Colegio Konan. Poco a poco, Umi comienza a enamorarse de un compañero, Shun Kazama, quien está a cargo del periódico del club estudiantil, Quartier Latin, cuya sede amenaza con ser destruida por el director. Esta situación motiva una serie de debates y de manifestaciones que sirven como eje de la historia, pues Umi propone limpiar y restaurar la sede, tarea en la que colabora gran parte de los estudiantes. Las cosas, sin embargo, comienzan a complicarse cuando se enteran que pueden llegar a ser hermanos, pues el padre de Shun también había muerto en altamar durante la Guerra de Corea, lo que los va a llevar a averiguar mejor sobre su origen y develar el destino de este amor.

La historia, que parece ser la de un amor imposible entre dos adolescentes, posee sin embargo un aspecto más profundo, que se vincula con el valor del pasado en la construcción del futuro. Inmediatamente, el espectador se da cuenta que la sede en cuestión sirve como metáfora del Japón de post-guerra, que aprovechaba la oportunidad de las Juegos Olímpicos como una suerte de refundación, pero donde todavía no existían ideas claras sobre cuál debía ser el futuro del país, justo en un contexto donde se fortalecía el orden político conservador en oposición a un movimiento izquierdista encabezado por intelectuales, sindicatos y estudiantes. Por ejemplo, cuando Umi se acerca por primera vez a la sede, se escuchan desde fuera fuertes críticas hacia un partido político, mientras un grupo de estudiantes observan desinteresados las manchas solares desde un telescopio. Ella entra junto a su hermana y se sorprenden al ver el estado de abandono del edificio, todo sucio con cientos de cajas en todo el lugar, impidiendo el paso en sus pasillos. En esta primera visita conocen al torpe y tímido estudiante del club de filosofía, quien discute con sus vecinos de arriba, químicos que viven haciendo estallar cosas, pero que están contentos porque dicen estar trabajando sobre la realidad. En el último piso, donde encuentran a Shun y al presidente del Quartier Latin, conocen también a dos estudiantes dedicados a la arqueología, que discuten casi a oscuras y en voz baja cómo hacer para resucitar esa área de estudios, a punto de desaparecer pues no parece interesarle ya a nadie. Es este contexto de desorden, suciedad, conflicto e incertidumbre, el cual termina siendo recompuesto gracias a la restauración del edificio, donde los jóvenes trabajan codo a codo, olvidando sus diferencias.

Pero el destino de la sede no está asegurado. En el salón principal del colegio se suceden arduos debates que siempre terminan en alborotos, donde se oponen quienes quieren derribar el edificio de aquellos que lo quieren conservar. En una de las asambleas Shun expone a los gritos su propuesta, entonces la de una minoría, planteando cuestiones centrales sobre la democracia, acusando a los "viejos que gobiernan el país" de querer formar una nueva sociedad sobre las ruinas de la antigua. Él se pregunta "¿No les importa la gente que vivió y murió antes de nosotros?" y afirma "no hay futuro para la gente que venera el futuro y se olvida del pasado". Estas palabras resuenan en Umi, quien se da cuenta de su amor hacia Shun, antes de que ambos se den cuenta que tenían un pasado común. Finalmente, el destino de la sede terminará definiéndose en una visita de las jóvenes a Tokyo, donde allí también ven afiches de los Juegos Olímpicos donde dice que este evento permitirá embellecer la ciudad, justo como ellos mismos intentan hacer con el edificio de su escuela.

Para no arruinar el desenlace a quienes todavía no vieron esta película, solo diremos que recién en los últimos minutos se termina de develar el verdadero origen de ellos dos, el cual conocen gracias a un viejo amigo común de sus padres. Sucede que no quedaba claro si Shun era hijo directo del padre de Umi, Yuichiro Sawamura, pues los años de guerra habían dejado a varios niños huérfanos, quienes eran ubicados en nuevas familias de manera informal, sin ningún tipo de registro. Es interesante notar que esta historia la escuchan a bordo de un enorme barco, el cual nos remite al acorazado USS Missouri, donde el emperador había firmado la rendición de Japón a fines de la Segunda Guerra Mundial (1937-1945), abriendo así una nueva etapa para el país. Sin entrar en detalles, tanto lo que sabía Umi como Shun, hasta ese momento, les parecía poco, por lo que ellos, que estaban comprometidos en recuperar un viejo edificio, no tenían en claro ni siquiera su propio pasado. A bordo del barco, el viejo amigo de sus padres, Yoshio Onodera, les dice "la guerra acababa de terminar y eso pasaba en todas partes", palabras cuyo sentido no queremos terminar de develar, pero que indican como la nueva generación, cuyas esperanzas de formar un futuro mejor, pero conservando lo antiguo, deben aceptar el lugar central de la muerte y de la adopción en esta refundación, tanto de su país como de su historia de amor.

Párrafo aparte merece la excelente música de la película, compuesta por Satoshi Takebe, aspecto que otorga identidad propia a la cita dentro del universo del Studio Ghibli. Como muestra, compartimos arriba la canción oficial del filme, Sayonara no Natsu, Kokuriko-zaka kara. Pero en la cita, también se recuperan clásicos de época, como la hermosa canción Sukiyaki, interpretada por el cantante y actor Kyu Sakamoto, gran éxito internacional en 1963, meses antes de los Juegos Olímpicos. Debajo les dejamos el video de esta canción para quienes no la conocían. En definitiva, desde nuestro blog recomendamos mucho esta película, la cual para nosotros es una de las joyas obligadas de la animación japonesa.

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