*Por Pablo Jaruf.
A mediados del mes de marzo, la Autoridad de Antigüedades de Israel anunció el hallazgo de nuevos fragmentos de los rollos del Mar Muerto. Los mismos se ubicaron en la cueva de Nahal Hever, también conocida como "Cueva de los horrores", pues en la década de los sesenta se habían encontrado allí los restos de decenas de adultos y de niños muertos datados en la época de la revuelta de Bar Kojba, del siglo II de la Era Común. De esta manera, luego de casi medio siglo sin hallazgos, vuelven a aparecer fragmentos de rollos, sumándose así a una extensa colección que todavía fascina a los especialistas y al público en general en todo el mundo.
Los rollos o manuscritos son un conjunto de documentos, la gran mayoría de ellos muy dañados, que fueron hallados en distintas cuevas en torno al Mar Muerto. Los mismos están datados -a través de diversas técnicas- entre el siglo II antes de la Era Común y el siglo II de la Era Común, aunque también se conocen unos pocos manuscritos posteriores de época bizantina e islámica. Parte importante de estos documentos consisten en las copias más antiguas que se conocen de las Sagradas Escrituras, tanto en sus versiones hebreas, arameas y griegas, las cuales sirvieron luego de base para el Antiguo Testamento. Lo notable es la identificación de distintas versiones de los libros hoy canónicos, de libros no reconocidos por las autoridades religiosas, e incluso de documentos de índole profana que establecen normas de conducta y amonestaciones para grupos sectarios que vivían en estas desoladas regiones del desierto de Judea. La más famosa de estas últimas es la comunidad de Qumrán, a la que se vinculan gran parte de los documentos y muchos creen que utilizaba estas cuevas a modo de bibliotecas.
En conjunto, estos manuscritos reflejan un panorama sumamente variado de grupos y de ideas religiosas, así como la existencia de sectores sociales antagónicos que caracterizaron estos siglos que transcurrieron entre el dominio de los asmoneos -una dinastía local-, sus conflictos internos, la intervención de partos y de romanos, la consolidación del dominio de estos últimos y una serie de revueltas contras las autoridades imperiales que terminaron con la destrucción del Templo de Jerusalén. Sobre las Sagradas Escrituras, es altamente probable que el Tanaj, es decir la Biblia Hebrea, todavía no existiera en la forma que hoy conocemos, reafirmando entonces el peso que tuvo la escuela medieval masorética en la conformación del texto que reconoce el judaísmo rabínico. En otras palabras, estos documentos nos permiten conocer una vida religiosa mucho más heterogénea y dinámica de aquella que se deduce de las versiones canónicas de los textos sagrados del judaísmo y del cristianismo, a partir de las cuales, pocos siglos después, también derivó el islam.
En ocasiones, el término rollos o manuscritos del Mar Muerto se reserva para aquellos asociados a la comunidad de Qumrán, colectivo que vivía en un complejo que fue excavado en una serie de campañas realizadas en la década de los cincuenta, a cargo del padre dominico Roland de Vaux de la Escuela Bíblica y Arqueológica Francesa de Jerusalén. Entonces se pudieron identificar las distintas salas donde se realizaban estudios y copias de textos sagrados. Si bien ya se conocían copias que habían sido halladas con anterioridad por beduinos de la zona, se realizó una búsqueda sistemática en las cuevas de los alrededores, logrando incrementar el número de manuscritos. Rápidamente, esa misma década, comenzaron a ser publicados para el estudio de los académicos, en una serie editada por la Universidad de Oxford conocida como Discoveries in the Judean Desert (DJD). Los años siguientes se realizaron algunas campañas menores, pero el número de documentos no aumentó de manera significativa. En total, se conocen 25 mil fragmentos aproximadamente, que reunidos conforman cerca de mil documentos, gracias a los cuales podemos adentrarnos en la vida social y religiosa de la Palestina romana.
El hallazgo anunciado del mes anterior, por parte de la Autoridad de Antigüedades de Israel, incrementa después de varias décadas este número, incluyendo ahora veinte fragmentos de pergamino escritos en griego del Libro de los Doce o de los Profetas Menores, según la Biblia Hebrea, pero que en el Antiguo Testamento corresponden a distintos libros, los de Nahum y de Zacarías. Cabe destacar que además se encontraron los restos momificados de una niña datados en el período Calcolítico, a fines del Vº milenio antes de Era Común, y un cesto completo del Neolítico Precerámico B, es decir, de diez mil años de antigüedad. Sin dudas, se tratan de hallazgos extraordinarios que explican el rápido interés que despertaron en distintas partes del mundo.
Llegados a este punto, es necesario dar cuenta del trasfondo político e ideológico que se oculta detrás de estas cuestiones, pues el mismo nos permite entender mejor la resonancia que tienen estas noticias en los medios de comunicación israelíes y occidentales. Como decíamos, antes de las excavaciones de Roland de Vaux se conocían copias halladas por beduinos de la zona. Éstos los habían vendido a un curtidor de la ciudad de Belén, quien a su vez, en 1948, vendió una parte a Mar Atanasio Samuel, jefe de la Iglesia Sirio-Jacobita de Jerusalén, y otra a Eliezer Sukenik, investigador de la Universidad Hebrea de la misma ciudad. Según los datos provistos por los beduinos, los manuscritos procedían de una cueva cerca de Qumrán donde los habían encontrado, dos años antes, persiguiendo una cabra, aunque nadie está seguro cuándo, dónde ni cómo se hicieron de las primeras copias. Todo esto sucedió justo en la época cuando los británicos se retiraron de Palestina, se declaró la independencia del Estado de Israel, se produjo la huida y la expulsión de palestinos, y se desató la primera guerra árabe-israelí, época sin dudas convulsionada que marcó un parteaguas en todo Medio Oriente.
Tras estos sucesos, la región del Mar Muerto quedó bajo soberanía del Reino de Jordania, que también tenía el control de Jerusalén Este, donde estaba la sede de la Escuela Bíblica, a la cual se le encargó excavar Qumrán y estudiar las cuevas aledañas, como indicamos en párrafos anteriores. Todos los hallazgos fueron enviados al Museo Rockefeller, una de las sedes del Departamento de Antigüedades establecido por el Mandato Británico, que también quedaba en Jerusalén Este. Mientras tanto, en 1954, Yigael Yadin, hijo de Eliezer Sukenik, y comandante en jefe de las Fuerzas de Defensa Israelíes, le compró los rollos a Mar Atanasio Samuel, reuniéndolos con las copias que ya tenía su padre.
Pocos años después de las campañas en Qumrán, en 1967, estalló la Guerra de los Seis Días, durante la cual, en una operación especial, las tropas israelíes ocuparon el Museo Rockefeller, llevándose los manuscritos del Mar Muerto al Museo de Israel, ubicado en Jerusalén Oeste. Allí estaba en construcción el Santuario del Libro, donde se guardaban las otras copias y desde entonces se conservan todos los manuscritos. Cabe destacar que el curador actual del santuario es Adolfo Roitman, antropólogo argentino egresado de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Pero hubo un rollo que los israelíes no pudieron tomar, pues en 1967 no se encontraba en el Museo Rockefeller, sino en Ammán, la capital de Jordania, donde todavía se conserva. Se trata del rollo de cobre, quizás el más enigmático de todos, pues contiene la descripción de una serie de tesoros escondidos en alguna parte del desierto, que desde entonces los arqueólogos, beduinos y aventureros siguen buscando sin éxito.
Desde la Guerra de los Seis Días, la ribera occidental del Mar Muerto y el Río Jordán, además de Jerusalén Este, fueron ocupadas por Israel, pero en la década de los noventa, gracias a los Acuerdos de Oslo, se está avanzando en la devolución de estos territorios a los palestinos, aunque a través de un complejo sistema de áreas clasificadas como A, B y C. Las áreas A están bajo control civil y policial de la Autoridad Nacional Palestina; las áreas B tienen control civil palestino, pero militar israelí; mientras que las áreas C permanecen bajo control civil y militar israelí. Pues bien, resulta ser que los nuevos hallazgos de este año se realizaron en un área C, donde el derecho internacional prohíbe realizar excavaciones, por tratarse de un territorio ocupado. A pesar de esto, no hubo ninguna restricción a que investigadores israelíes extrajeran estos restos arqueológicos y fueron trasladados a los nuevos depósitos de la Autoridad de Antigüedades, en Jerusalén Oeste, es decir, al Estado de Israel.
Vemos así como se reproduce una práctica que nos retrotrae a los orígenes de la Arqueología, cuando las potencias occidentales extraían objetos y edificios de sus colonias y se los llevaban a sus países de origen, como el caso del Museo Británico en Londres o el Louvre en París. El argumento que se utilizaba en aquel entonces era que las poblaciones locales -árabes, turcas o kurdas- no sentían ninguna ligazón con dichos restos, los cuales constituían las pruebas materiales del pasado conservado en libros claves para la cultura occidental, como la Biblia, por lo que tenían legítimo derecho a llevarlos a sus países. Un argumento semejante esgrime hoy el Estado de Israel cuando, ante los reclamos palestinos por la propiedad de estos rollos, acusa que "se trata de un intento provocativo por reescribir la historia y borrar nuestra conexión con la tierra", de lo que se deduce, entonces, que el valor de estos documentos resulta central para negar el traspaso de las áreas C al pleno control a la Autoridad Nacional Palestina. De todas formas, cabe destacar la iniciativa israelí de digitalizar todos los rollos y mostrarlos de manera gratuita a través de Internet, lo que permite entonces poder acceder a los mismos desde cualquier parte del mundo.
En la opinión de quien escribe, es evidente que en las ciudades de Cisjordania no existen condiciones ni instalaciones adecuadas para conservar estos delicados fragmentos, cuyo cuidado insume una enorme cantidad de dinero, por lo que en lo inmediato es necesario que se queden en Israel. Acerca del futuro, la solución de los dos estados se muestra inviable, no solo porque no generaría bases sólidas para que dos países se desarrollen de manera sustentable en tan pequeño territorio, sino porque en lugar de unir, consolidaría la división entre las poblaciones del lugar. La única opción es un único Estado donde se respeten las creencias y todos vivan en paz. Si en algún momento esto se llega a concretar, el Museo de Israel, más allá del nombre que tenga tras la unificación, será el edificio donde se conserven todavía estos manuscritos como testimonio, no de la existencia ininterrumpida de una nación desde tiempos romanos hasta la actualidad, sino del pasado diverso y heterogéneo, pero común, de la región, antes de que sucedieran las trágicas escisiones entre el judaísmo rabínico, el origen del cristianismo, y pocos siglos después, del islam.
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