*Por Pablo Jaruf
El 1 de febrero amaneció con muy malas noticias para Myanmar: el ejército había depuesto a los ganadores de las elecciones, del partido de la Liga Nacional para la Democracia, quienes debían asumir el poder al día siguiente. La reacción de la gente fue inmediata. A pesar de las restricciones impuestas por el nuevo gobierno de facto, las personas acudieron en masa a las calles para pedir la libertad de sus gobernantes y que puedan asumir sus cargos. La represión no se hizo esperar y al día de la fecha ya contamos con decenas de muertos. En el plano internacional, los países de la región, así como las organizaciones intergubernamentales, como la ONU, han mostrado una tibia posición, apostando por un diálogo imposible entre militares y presos políticos. En este contexto, los únicos que han mostrado de manera abierta su apoyo a los manifestantes han sido aquellos grupos que desde hace meses vienen protestando en el país vecino, Tailandia, y un poco más al este, en Hong Kong. El temor ante protestas en contra de la dictadura birmana ha prendido las alertas incluso en Singapur, donde las autoridades han amenazada con arrestos a aquellas personas que realicen manifestaciones. Vemos gestarse así entonces un movimiento popular contrario a los gobiernos y que va tendiendo puentes entre distintos países, llegando incluso a los campesinos indios, lo que nos lleva a preguntar sobre las razones de este fenómeno y su posible devenir.
Ante todo, hay que distinguir las causas particulares de cada conflicto. Mientras que en Myanmar se pide el retorno de la vida democrática, en Hong Kong y en Tailandia se exige un fuerte cambio en la estructura política, cuya naturaleza se retrotrae décadas e incluso siglos atrás. Es sabido que Hong Kong, según el acuerdo entre China y Gran Bretaña, deberá comenzar a ser parte integral de la República Popular en 2047. Por ahora, permanece como una Región Administrativa Especial, contando con sus propias autoridades, su sistema legislativo y una economía orientada al libre comercio. Sin embargo, lo más relevante es la sensación que tienen muchos hongkoneses de que dicha incorporación signifique una pérdida de sus libertades, no sólo económicas, sino también políticas y de opinión. Estos temores parecen haberse visto fundados cuando el gobierno de Carrie Lam propuso en 2019 una Ley de extradición a China, por lo cual delitos y crímenes podían ser juzgados por la justicia de la República Popular, lo que para muchos significaba el socavamiento de la autonomía de Hong Kong. A partir de entonces, las imágenes de enormes manifestaciones, reprimidas fuertemente por la policía, comenzaron a recorrer el mundo, poniendo en boca de todos también el problema irresuelto de Taiwán, que a la larga el gobierno comunista espera ocupar y así restaurar la unidad territorial de la última dinastía china. Si bien es cierto que las restricciones impuestas por la pandemia han significado una pausa en las protestas, es bastante probable que, ante un nuevo desencuentro, las mismas vuelvan a estallar.
Por su parte, en Tailandia, los manifestantes piden, nada más ni nada menos, que se disuelva el parlamento, se reforme la constitución y se proceda a abolir la monarquía, o bien que se la restringa lo más mínimo posible. Esto último ha calado hondo en el conflicto, pues si bien muchos sectores compartían los problemas del actual gobierno y la necesidad de reformas, apuntar contra la monarquía significa poner en duda el símbolo central de la identidad tailandesa como tal. Las protestas comenzaron en febrero de 2020 y se habían circunscrito a los campus universitarios, siendo interrumpidas por la cuarentena impuesta por el gobierno. Pero la dureza de las medidas, sumadas a la crisis política, empujó a la gente a salir a las calles, ahora con demandas más radicales, abriendo una nueva ola de protestas a partir del mes de julio. En este caso, muchas personas y medios de comunicación de otras partes del mundo han visto con buenos ojos dichas movilizaciones, pues hace tiempo que la monarquía tailandesa ha caído en una obscena opulencia, totalmente alejada de la realidad del pueblo tailandés, al punto que el rey Rama X prefirió pasar la cuarentena en un hotel de Alemania. No obstante, es justamente esta opinión internacional la que ha llevado a los grupos más conservadores y moderados a defender con más ahínco a la institución, denunciando el comportamiento violento de los manifestantes. Recordemos que este orgullo nacional se basa en el hecho de que Tailandia, a diferencia del resto del Sudeste asiático, siempre conservó su independencia, aunque en realidad sirvió como estado tapón durante la colonización británica y francesa y, después, tras la descolonización, como base local del bloque occidental en lucha contra los grupos comunistas y/o socialistas, lo que provocó que en menos de un siglo hubiera doce golpes de Estado, otorgando una permanente inestabilidad a la vida política del país.
Si de golpes de Estado hablamos, Myanmar no se queda atrás, pues desde la independencia, lograda en 1948, se han sucedido una larga lista de gobiernos militares que han solido anular los resultados de las elecciones, como sucedió hace unas semanas atrás. A los conflictos étnicos que atraviesan al país, dentro de los cuales el más conocido es el genocidio contra los musulmanes rohingya, hay que sumar que gran parte de la población ni siquiera reconoce el nombre de la república, pues Myanmar fue impuesto unilateralmente por una junta militar en 1989. Por esta razón, muchos prefieren hablar de Birmania, el nombre tradicional de la región, aunque este a su vez deriva de sólo uno de los múltiples pueblos que habitan el lugar, los bamar. Una de las figuras más destacadas de los últimos años es Aung San Suu Kyi, Premio Nobel de la Paz en 1991, quien estuvo casi quince años presa por orden de los militares, pues veían en ella a la persona capaz de terminar con su poder en la política del país. Gracias a su libertad, pudo formar parte del gobierno como Consejera de Estado, desde 2016 en adelante, pero ahora volvió a ser puesta en prisión, acusada por los militares de supuesto fraude electoral. No obstante, como dijimos al comienzo de la nota, la población ha salido a la calle a protestar contra estas medidas, pidiendo su inmediata liberación. El gobierno de facto, no dispuesto a dar el brazo a torcer, recurrió a la fuerza, llegando a matar a dieciocho manifestantes en una sola jornada.
No caben dudas que la situación en Myanmar es la más violenta hasta ahora, lo que obliga a una rápida reacción por parte de los demás países de la región y de las organizaciones intergubernamentales. Sin embargo, muchos gobiernos se muestran reticentes a denunciar abiertamente esta represión, pues temen de esta manera legitimar protestas contra ellos mismos en sus propios países. Sucede que el autoritarismo se ha visto reforzado desde que comenzó la pandemia y, en contra de una supuesta quietud tradicional, las poblaciones locales se están levantando, considerando las nuevas restricciones como la gota que ha rebalsado el vaso. Pero no sólo esto. Como dijimos, los manifestantes están comenzando a establecer vínculos estrechos con los de otros países, por debajo de los gobiernos de turno, apelando no sólo a las redes sociales sino también a replicar símbolos y gestos ya adoptados en otros lugares. Uno de los más famosos es levantar tres dedos de la mano, tomado de la saga Los juegos del hambre. Destacó en Hong Kong y ganó mayor popularidad en Tailandia, donde de hecho ya había sido utilizado en protestas realizadas en 2014. Desde entonces, pasó a ser sinónimo de rechazo grupal a la represión, especialmente entre las mujeres, razón por la cual también pasó a formar parte del repertorio en las movilizaciones de Myanmar.
Como decíamos al comienzo, estos vínculos llegan incluso a la India donde, desde septiembre del año pasado, los agricultores se han alzado contra las nuevas leyes impulsadas por el gobierno de Narendra Modi, llegando a rodear la capital Nueva Delhi. El espíritu de la nueva legislación es abrir el mercado de productos agrícolas, eliminando a los intermediarios locales, por lo que muchos temen que esto provoque una caída de los precios y la pérdida de cobertura y de beneficios sociales que incluía el sistema anterior. A pesar de la represión, las protestan no dejan de crecer, realizándose el 30 de enero una huelga en la que participaron 250 millones de agricultores, convirtiéndose así en la mayor acción de protesta organizada de la historia de la humanidad. Si bien las causas y el contexto de estas acciones poco tienen que ver con lo que sucede en Hong Kong y el Sudeste asiático, las últimas semanas ha comenzando a tomar forma una "Alianza del té con leche" (Milk Tea Alliance), impulsada por jóvenes en redes sociales, para articular las protestas indias en una suerte de eje anti-chino. El curioso nombre de tal alianza se basa justamente en el hecho de que estos países, a diferencia de China, suelen tomar el té rebajado con un poco de leche. De esta manera, las protestas adquieren una mayor dimensión, como muestran recientes movilizaciones realizadas en Taiwán, Australia, Malasia e Indonesia.
Queda responder si esta ola puede dar lugar a un fenómeno semejante a aquellos conocidos en su momento como "primaveras", como por ejemplo la Primavera Árabe. Más allá de las similitudes en cuanto al rol de los jóvenes y de las redes sociales, la masividad de las manifestaciones y el carácter inorgánico de las mismas, debemos aceptar que, ante todo, sobresalen las diferencias. No existe una unidad prevaleciente, como era el caso del mundo árabe -donde se comparte una lengua y una historia común-, tampoco de religión, y ni siquiera sus causas son comunes, pues si bien todos rechazan el autoritarismo, unos lo hacen para no integrarse a un Estado mayor (Hong Kong), para reformar el sistema político (Tailandia), para recuperar la democracia (Myanmar) o para oponerse a un conjunto de leyes agrarias (India). Por su parte, es pertinente preguntarse por la conveniencia de que una nueva "primavera" tenga lugar. Si nos basamos en la experiencia árabe, donde fue seguida por un otoño que rápidamente se convirtió en invierno, desembocando en cruentas guerras civiles de las que tomará décadas recuperarse, lo más lógico entonces parece ser pensar cómo no repetir errores del pasado, orientando la acción de las masas hacia métodos y fines que generen cambios que permitan mejorar realmente la situación de las personas en cada uno de los países en cuestión. Por el momento, es seguro que estos movimientos y sus lazos de solidaridad internacional son una buena noticia, a través de los cuales los jóvenes y los trabajadores pueden manifestar sus desacuerdos con los sistemas actuales y plantear nuevas visiones de cara a futuro.
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