*Por Pablo Jaruf y Mariana Bertolini.
Este mes se cumplen diez años del comienzo de la guerra civil en Siria. En los medios de comunicación es común encontrarse con el siguiente relato: en el clima de protestas contra los gobiernos de turno, inaugurado por la primavera árabe hacia fines de 2010, el dictador Bashar al-Assad reprimió fuertemente las manifestaciones, obligando a la radicalización de los grupos opositores, quienes se alzaron en armas contra el gobierno de facto; el conflicto quedó en un virtual empate que fue aprovechado por los fundamentalistas para establecer el autodenominado Estado Islámico, lo que condujo a la fragmentación del Estado sirio, a lo que hay que sumar también la autonomía de las regiones kurdas, las cuales contaban con el apoyo de los Estados Unidos; en este contexto donde predominaban fuerzas centrífugas, al-Assad pidió la ayuda de Rusia y gracias a su apoyo militar, el gobierno sirio pudo imponerse sobre las fuerzas opositoras; mientras tanto, una coalición internacional, dentro de la que cabe destacar el rol de milicias iraníes, pudo derrotar al autodenominado Estado Islámico, lo que a fin de cuentas terminó por favorecer también a al-Assad, pues los kurdos quedaron solos tras la retirada norteamericana y la agresión de las tropas turcas en la frontera. Ahora bien, una primera pregunta que nos podemos hacer es ¿todo esto sucedió realmente así?
La primavera árabe fue un fenómeno que atravesó todo el norte de África y el Medio Oriente, o, para decirlo de forma correcta, el Magrib y el Mashriq. Los gobiernos autoritarios de las décadas anteriores, cuyo desgaste era evidente, no pudieron contener las protestas y rápidamente se derrumbaron uno tras otro, siendo el más resonante la caída de Hosni Mubarak el 11 de febrero de 2011, pues Egipto siempre funcionó como una suerte de caja de resonancia para todo el mundo árabe. Pero, mientras que en algunos casos los sectores que precipitaron estos desenlaces eran plenamente nacionales, es decir, grupos que actuaban dentro de las fronteras de cada país, en otros fue decisiva la participación de extranjeros, como el caso de Libia.
El 19 de marzo se produjo la intervención directa de la OTAN, liderada por Francia, en abierto apoyo a los desertores del ejército libio, quienes conformaron el autodenominado Ejército de Liberación. Este acontecimiento es de vital importancia, pues exactamente la misma semana comenzaba la guerra civil en Siria. Luego de las marchas opositoras en Alepo y Damasco, el 20 de marzo incendiaron los tribunales y una sede del partido oficialista Ba'ath, lo que dio lugar a incidentes que terminaron con la muerte de 7 policías y 15 manifestantes. Ante el temor de que la OTAN ampliara su intervención a Siria, el gobierno de al-Assad denunció a la oposición de estar actuando en complicidad con intereses extranjeros, permitiendo entonces la actuación del ejército dentro del país. Mientras tanto, las fuerzas de la OTAN arrojaron 40 mil bombas y misiles en Libia, derrotando a Muamar el Gadafi, quien huyó de la capital en agosto de ese año. Dos meses después fue capturado, asesinado y su cuerpo exhibido en un frigorífico junto al de su hijo. No caben dudas que estos acontecimientos estaban presentes en la mente de al-Assad quien, en caso de perder el poder, podía correr la misma suerte. Sin embargo, a diferencia de su par libio, el premier sirio aún contaba con gran respaldo por parte de la población, como mostraron las multitudinarias marchas en su apoyo durante todo el año 2011.
Durante la guerra, los opositores lograron ocupar partes importantes del país, aunque nunca lograron una verdadera cohesión entre sus fuerzas, lo que resultó en una descoordinación que favorecía al gobierno de al-Assad. Poco a poco, las sospechas sobre injerencia internacional se vieron confirmadas cuando salieron a la luz el apoyo financiero de Arabia Saudita y de Qatar, los conflictos en las fronteras con Turquía e Israel, y la presencia secreta de soldados norteamericanos. El gobierno sirio, por su parte, siempre había recibido apoyo tanto de Irán como de Hezbolá, a lo que sumó la participación directa del ejército ruso a partir de 2015, lo que entonces comenzó a inclinar el conflicto a favor del oficialismo. Para ese entonces, gran parte del esfuerzo se había orientado hacia el combate contra el autodenominado Estado Islámico, que en 2014 había ocupado partes importantes del este de Siria. El desplazamiento y la migración de refugiados creció de manera exponencial durante aquellos años, saltando de 200 mil a 2 millones entre principios y fines de 2013. Lo anterior generó una crisis tanto en los países vecinos, principalmente Líbano y Turquía, como en Europa. Posiblemente, la imagen que mejor (o peor) retrata aquella triste situación es la del cuerpo de Aylan Kurdi yaciendo sin vida en las costas de Turquía en septiembre de 2015.
Llegados a este punto, conviene preguntarse por qué parte importante de la población seguía apoyando al gobierno de al-Assad. Conviene recordar que en 2007 había habido elecciones y que, aunque el único candidato del único frente político permitido era el propio al-Assad, del padrón de cerca de 12 millones de personas, había recibido el voto de más de 11 millones. Claro que los opositores habían llamado al boicot y después no reconocieron los resultados, como tampoco las potencias occidentales. Para 2014 estaban programadas nuevas elecciones, las cuales todavía no fueron realizadas por obvios motivos. A pesar de que la guerra civil no finalizó, la Unión Europea sigue reclamando que se cumplan, exigiendo que se presenten otros partidos, en contra de lo dictamina la constitución siria vigente desde 1973, por lo que, de responder a estar demandas, debería modificarse la carta magna. Por supuesto, es realmente difícil imaginar que, en medio de la guerra, se proceda a realizar una reforma constitucional y se realicen elecciones libres. De todas formas, aunque esto fuera así, es bastante probable que al-Assad vuelva a recibir apoyo, desilusionando a aquellos que quieren ver el final de su gobierno.
Resulta que la popularidad del presidente aún prevalece debido al relativo éxito después de diez años de guerra civil. Si bien ha huido más de la mitad de la población del país, ahora la tendencia comenzó a revertirse, iniciando el lento retorno de los refugiados. La alianza con Rusia también es apoyada por parte importante de la población, a quien agradecen por haberles ayudado a derrotar al autodenominado Estado Islámico y recuperar territorio antes en control de los rebeldes. Asimismo, hay que considerar que gran parte de la popularidad de Bashar se debe a la figura de su esposa, Asma al-Assad, quien siempre tuvo un rol político destacado, tanto a nivel local como internacional, llegando a ser apodada como la "Rosa del Desierto" por parte de la revista Vogue en 2007. Si bien es acusada por los medios occidentales de ser la verdadera dictadora de Siria, lo cierto es que siempre se dedicó a mejorar la situación de las mujeres y la calidad de la educación, cuestiones fundamentales durante la guerra civil, pues mientras que la mayoría de los varones estaban en el frente de las batallas, las mujeres debieron afrontar la tarea de cuidar, alimentar y educar a los niños y niñas del golpeado país. Hace unos años sufrió cáncer de mama, del cual afortunadamente se recuperó en 2019, historia con la que muchas mujeres también se sintieron identificadas.
Volviendo a Libia, hoy los contrastes no pueden ser más grandes. El país del norte africano no cuenta ni con un gobierno ni con un ejército unificado. Grupos enfrentados controlan distintas partes del país. Todos los índices sociales (nivel y esperanza de vida, educación, salud, situación de las mujeres, etc.) han empeorado trágicamente y no se avistan soluciones a corto o mediano plazo. De seguir así, es bastante probable que el país se fragmente en distintos estados, que es lo que hoy sucede en la realidad. En comparación a Siria, si bien aquí todos los índices también cayeron de manera estrepitosa, existen las bases materiales para comenzar la lenta reconstrucción del país y, más importante aún, la confianza de la población en que los tiempos están cambiando para mejor, lo que sirve de fuerte aliciente para emprender una recuperación que llevará varias décadas. Es deseable que este proceso se vea acompañado de una reformulación de la estructura política y de la vida democrática, dando voz a todos los actores para que las diferencias encuentren un curso común que apunte a mejorar de verdad la vida de las personas. El rol de los demás países y de las organizaciones internacionales debe ser apoyar y acompañar este proceso, dejando que los sirios sean los actores principales y respetando sus decisiones soberanas.
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